No está claro cuál es el verdadero origen de este concepto. Unos lo atribuyen a un experto en marketing de nombre Dan Herman, que algo adelantó en 1996. Y otros sitúan la definición ocho años más tarde y en boca de un estudiante de Harvard, ahora convertido en emprendedor y capitalista de riesgo de EE. UU., Patrick J. McGinnis. Sea como fuere, este concepto representa “la aprehensión generalizada de que otros puedan estar teniendo experiencias gratificantes de las cuales uno está ausente”, definen psicólogos británicos. Vamos, la sensación de temor o recelo que provoca pensar que nos estamos perdiendo algo bueno.
El mundo de la medicina ha estudiado ampliamente cómo afecta el efecto FOMO a la salud de las personas, especialmente en los jóvenes, y lo catalogan como una forma de ansiedad social producida por el temor a perderse experiencias que sí disfrutan otros y no poder, por lo tanto, compartirlas. En la actualidad, en la era de las redes sociales, se ha acrecentado este síndrome con personas que creen que deben estar todo el día conectados a su smartphone por si pasa algo interesante. El FOMO a perderse cada minuto de la vida de amigos y desconocidos en TikTok, Instagram o Meta. O a no poder compartir momentos de la propia, a no acudir a ese concierto al que ha ido el cuñado, a no ser de los primeros en comprarse el último modelo de smartphone o a perder una oportunidad de rentabilizar los ahorros.